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15/05/2002 11:45 | NBA

La historia más grande jamás contada

Cuando Kareem Abdul-Jabbar se retiró, había vivido dos tercios de la historia de la NBA y los barrios negros de NY, habiéndose enfrentado a más de 12.000 jugadores. Preguntado sobre quién había sido el mejor...
Autor:Pablo Tosal

Miseria y grandeza embriagaron a partes iguales la vida de este desconocido negro puro de 1.85 para construir la más insólita y desgraciada vida de cuantas ha dado la historia de nuestro deporte. Discrepancias en torno a la fecha de nacimiento, la mayoría de las fuentes coincide en que su madre, abandonada a su suerte, le dio a luz en un rincón de la calle 98, corazón negro del Harlem neoyorquino, una tórrida noche del verano de 1943.

Su entera niñez se limita a una zona prohibida para el hombre blanco, y casi para el negro, ocho manzanas inhabitables entre la 98 y la 106 en las que sólo coexisten tres cosas: droga, violencia y baloncesto. Demasiado pequeño para abrazar las dos primeras, sus días transcurren observando las luchas deportivas entre bandas rivales del mismo color. Con apenas tres años asiste al nacimiento de la experiencia más auténtica jamás creada en el baloncesto –todavía hoy de mayor pureza que la propia NBA-, la Harlem Rucker League, una salvaje competición de negros que Manigault dominará años después.

El pequeño Earl aprovecha sin temor las frecuentes discusiones y peleas para entablar contacto con aquellos sufridos balones que a ratos quedaban libres. No tarda por pura necesidad en correr detrás del “puñado de pavos” y pronto pasa a ser él mismo protagonista de la guerra sucia.

El colegio le llega como un incomodísimo trámite. En el 62 ingresa en la Franklin High School donde despunta tanto por su juego como por fumar marihuana en los descansos. Expulsado de allí sin aprobar asignatura alguna, pasa dos años en el Instituto de Laurindburg, donde utiliza los libros sólo para machacarlos en el aro. Su juego es tan increíble que a pesar de su desmaña académica, representantes de 75 universidades (Duke, Indiana, North Carolina) le hacen la corte para llevárselo. Manigault, ignorante de lo que no pudieran ver sus ojos y receloso de aquellas “corbatas blancas”, se decide por la pobre Johnson C. Smith por acoger únicamente a estudiantes de color; su permanencia allí no llega siquiera a un año, del que solo quedará su sobrenombre, “the goat” (la cabra), debido a la manía de un profesor en pronunciar mal su nombre: mani-goat.

Regresa huérfano a la calle y dedica toda su existencia a sobrevivir del baloncesto, allí donde solamente su indigencia podía ser combatida. Dice la leyenda que disputaba todos los partidos posibles, llegando a palizas de casi veinte horas sin descanso. En una de ellas, anotó 52 puntos sin fallo ¡en la primera parte! Al descanso, o lo que es lo mismo, lo que tardaban los chicos en cambiar de campo, un tal Julius Erving se le acercó y le dijo: ¡Maldita sea, es cierto todo lo que he oído sobre ti! ”.

La fama de Manigault alcanza su máximo esplendor en los últimos sesenta por acciones que jamás se habían visto antes y que nadie hoy día ha podido repetir. La más célebre de todas ellas puede que fuera el “Double Dunk”, muy frecuente en sus escapadas a canasta: sin haber alcanzado el apogeo de su salto, machacaba con una mano cuando, sin agarrarse del aro, dejaba caer el balón lo justo para asirlo con la otra y hacer un mate más antes de caer al suelo. Resumiendo, dos mates en uno.

Muy necesitado de dinero, sus hazañas venían precedidas por miserables apuestas que debía ganar para poder llevarse algo a la boca. A los menos allí presentes, quizá los de mayor solvencia, no les importaba perder dinero con tal de ver con sus propios ojos aquellas cosas que se contaban al otro lado del barrio. Una sucia moneda de 25 centavos era el premio más habitual. De un solo salto el propio Manigault la colocaba sobre el canto superior del tablero a 3.95 del suelo para luego volar con el balón en una mano, apresar con la otra la recompensa, y machacar balón y moneda en el aro. Aquella misma hazaña ya había sido precedida por otro “rey de la calle” pocos años atrás en Long Island, Jackie Jackson, pero en este caso hablamos de alguien de ¡quince centímetros menos! Y es que el salto de Manigault, nunca medido con precisión, probablemente alcanzara los ¡132 centímetros en vertical!, algo superior al Guinness Spud Webb y a cuantos saltos en vertical han sido registrados nunca.

Más grave que la pérdida de un Picasso, puede ser el hecho de no existir un solo video oficial de Manigault en acción, cosa bastante concebible en el hábitat donde discurrió su historia. Compañeros de batalla de Manigault fueron bestias del tipo Joe “El Manco” Lewis, a quien le faltaba un brazo y nunca una pistola en sus calzones, Joe Hammond, quien rechazó una oferta de los Lakers alegando que ganaba el triple traficando con heroína, o Herman “Helicóptero” Knowings, de quien se cuenta la onírica quimera de que en una ocasión le señalaron “tres segundos” mientras estaba en el aire.

Pero la implacable ley de la calle no tarda demasiado en pasarle factura. En 1969 es encarcelado por posesión de heroína, y pasa 16 meses a la sombra. “Cuando dejé el colegio me incliné a la heroína con facilidad”. A su vuelta, la Rucker es todo un acontecimiento, un escenario de culto de color oscuro, y aquel verano, el parque de la 98, que años después pasaría a llevar su nombre, The Goat Park, recibe a más de diez mil personas venidas de toda la Gran Manzana, que atestan hasta las gruesas ramas de los árboles que le dan sombra para ver aquel prodigio humano del que todo el mundo hablaba. Nombres como Lew Alcindor (Abdul-Jabbar, quien siendo un adolescente llegaba desde el sur de Brooklyn con su vecino Billy Cristal para jugar contra Manigault), Connie Hawkins, Earl Monroe, Jackie Jackson, Julius Erving, Nate Archibald, Paul Robinson, y los ya permitidos blancos Bill Bradley o Dave Cowens, asistieron a una de sus más célebres e inolvidables hazañas. Alguien del público ofreció a Manigault un premio de 60 dólares si conseguía 20 mates de espaldas en aquel partido. Pues bien, “The Goat” aceptó y logró repetirlo hasta 36 veces, todas de forma consecutiva y, lo más increíble, alguna de ellas con giros de hasta ¡440 grados!, ochenta más que el frontal habitual, lo que viene a dar en una insólita culminación de espaldas.

¿Recuerdan el mate de Carter por encima de Weiss en Sydney? Pues aquellos privilegiados que vieron jugar a “the goat” disfrutaron de acciones así no pocas veces. Peter Axthelm, autor del libro “The City Game” , dice de él que “podía saltar por encima de jugadores ocho pulgadas más altos que él sin tener que dribarles. Sus movimientos poseían una audacia y fluidez que impresionaban a rivales y espectadores por igual. Fue el rey de su generación y un ídolo para las venideras”. Gene Williams, co-fundador junto a Holcombe Rucker de la competición, señaló que “su capacidad de juego para un hombre de su altura era algo increíble. Era un jugador extraordinario y gracias a los que le vimos jugar, todavía es una leyenda para los negros de hoy” . Algo en lo que parece estar de acuerdo Alex Williams, citado en la obra de Nelson George “Basketball and Blackmen” , y quien se enfrentó a él en numerosas ocasiones: “Los que éramos niños entonces, en los años setenta, todavía mitificamos a aquel loco de la calle 98 del Este de Nueva York”.

En aquellos duros años, el ya adicto a la heroína Manigault necesita en torno a 100 dólares diarios para calmar la sed de sus venas. Sin hogar ni familia reconocida, espera pernoctar en los sucios nidos del barrio a la “buena voluntad” de algún “hospitalario” colega a cambio de servicios de entrega rápida. Su fama local le reporta incluso buenas cantidades de porquería gratuita y no tarda en sufrir las consecuencias. Tras dos desmayos en el mismo partido, debe abandonar una Rucker demasiado disputada ante la indisimulada resignación de sus miles de hermanos negros. Gracias a uno de ellos, es reclutado para el campus de los Utah Stars de la ABA, pero al millonario blanco Bill Daniels, dueño del equipo, no le pesa tanto su enorme talento como los rumores hechos realidad de un negro más de la calle, con su lastre de problemas, rechazando de inmediato su inclusión en el equipo.

En 1977 funda su propio torneo un mes antes de que junto a sus cómplices fuera detenido en pleno Bronx por el intento fallido de robo de 6 millones de dólares a mano armada. El resultado: dos años en la prisión neoyorquina de Ossining. Devaluado físicamente tras trece años de fiel adicción, escapa con dos de sus siete hijos (sin ninguna esposa reconocida) a Charleston, Carolina del Sur. “No quería que mis hijos fueran como lo que estaba siendo su padre” . Pero en aquel estado sureño, los negros todavía eran hijos del pasado y a pesar de que trabaja honradamente por primera vez, eso sí, en tareas sólo dispuestas allí para negros -pintando y construyendo las casas de los blancos y segando sus céspedes-, no tarda en volver a su comunidad, donde no volverá a ser nunca más la estrella sino un indigente extremo que sufre además serios problemas de corazón.

Por propia voluntad y como medio de subsistencia, comienza a trabajar en programas de rehabilitación para jóvenes drogadictos en su comunidad de siempre. Manigault trata de superar los dolores que su pecho ya no podía esquivar y en 1987 es intervenido en una operación cardíaca a vida o muerte. Después de salvar milagrosamente la vida, ya sólo podrá lanzar a canasta sin apenas moverse. Nunca dejó de hacerlo como muestra la valiosa instantánea.

Paradójicamente, la vida le escupe diez mil dólares en 1991 al comprar una productora de cine sus derechos para el guión de una película, “El Angel de Harlem”, de Alan Sawyer. Pero es cinco años más tarde cuando un incipiente director, Eriq La Salle –doctor Benton en la serie “Urgencias”-, le rinde tributo en una dignísima película para televisión, “Rebound: the legend of Earl Manigault”, obra que como era de esperar, contó con la presencia de importantes pesos en la comunidad negra afroamericana: James Earl Jones, Don Cheadle o Forest Whitaker.

Invitado al estreno de su propia vida, aquel mes de noviembre de 1996 acudió por primera vez a una sala de cine. Al término de aquel humilde evento en que sólo le rodearon miembros de la productora, acertó a pronunciar unas emocionadas palabras que hacían justicia a un corazón pleno de ingenuidad y ya pobre de vida: “Defraudé a miles de personas, pero no soy nada falso. Hubo un tiempo en que di a la gente lo que ellos querían que les diera. Esto (la película), está ahí para que las generaciones de jóvenes no tengan que pasar nunca por lo que ha sido mi vida”.

Completamente volcado a su comunidad, fundador de varias asociaciones contra la droga y torneos de su Harlem natal, la vida le abandona definitivamente un estúpido 15 de mayo de 1998 a las 12:45, cuando apenas unos metros le separaban de una destartalada canasta. Su corazón ya no volaría más. Unas fechas antes de su muerte un joven reportero del Times y a modo de analogía, mencionó a Michael Jordan en la entrevista. Earl, como siempre, fue sincero: “En todo Michael Jordan hay un Manigault oculto que puede despertar si algo falla. No se puede hacer todo bien. Alguien puede caerse. Pues bien, ese fui yo”.

A título personal, añadiré con el permiso del lector, que si existiera una máquina del tiempo y pudiera viajar una sola vez, no dudaría en pasar por alto los lugares comunes de la gran Historia para recalar en cualquier verano pasado en aquel viejo parque de la calle 98, situarme en el mejor sitio posible entre mis hermanos negros y ver a Dios jugando a su deporte. Creo que después de haber contemplado al mejor Manigault, el Baloncesto no podría ofrecerme nada más. Descanse en paz… pues gracias a él conseguí comprender que en verdad las almas vuelan

15 Mayo 2002.-

G Vázquez

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