Solo un acto eleccionario

Suele decirse que las elecciones es la representación máxima de la democracia. Me recordaba hace poco un amigo que lejana esta la idea de democracia que nosotros tenemos con la realidad. No porque el país no la ejerza, justamente somos nosotros quienes no la ejercemos.

Me recordaba un amigo días pasado que por lo general se tiende a creer que la democracia significa ir una vez cada cuatro años a las urnas. La democracia se hace participando en las decisiones del país día a día.

“El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, dice nuestra carta magna. “Qué representantes?” dice la gente común. Todos vivimos de la queja constante (con razón) sobre la incapacidad de nuestros políticos de sacar a la Argentina de un permanente pozo.

Cuenta Jorge Fontevecchia en su columna de opinión del diario Perfil que “mientras que el Producto Bruto de Brasil, México y varios países latinoamericanos menores creció el 200% en 30 años, en el mismo período, en la Argentina solo creció acumuladamente el 15%”.

Esto no hace falta que lo sepa la gente con el detalle numérico (escalofriante), en realidad se nota. Lo sabemos, lo intuimos, lo sentimos en nuestro yugo diario.

Estaría muy bien que alguna vez el replanteo comience con nosotros, por el pueblo. Por lo que no gobernamos ni deliberamos sino a través de nuestros representantes. “Yo no se nada de política, no me gusta ni me interesa”, es una de las frases más escuchadas en la gente de mi generación (33 años). Y caso curioso, crecimos con la democracia.

Quizás nuestros viejos que saben (o no) cuanta sangre se derramó en nuestro país para obtener la democracia no son tan indiferentes en el rubro política.

De todos modos al problema generacional, la sociedad en si misma, en un inicio de siglo signado por la vanidad y el sexo, tiende a ignorar lo que desconoce y fundamentalmente a temerle. El temor deviene de nuestra condición burguesa, que permite que salvemos nuestras culpas individuales poniéndolas en la representación del poder a través de la política.

Dice el extraordinario Hermann Hesse en el libro “El Lobo Estepario” algo que es irrefutable, escrito ya hace 80 años:

Lo «burgués», pues, como un estado siempre latente dentro de lo humano, no es otra cosa que el ensayo de una compensación, que el afán de un término medio de avenencia entre los numerosos extremos y dilemas contrapuestos de la humana conducta. Si tomamos como ejemplo cualquiera de estos dilemas de contraposición, a saber, el de un santo y un libertino, se comprenderá al punto nuestra alegoría.

El hombre tiene la facultad de entregarse por entero a lo espiritual, al intento de aproximación a lo divino, al ideal de los santos. Tiene también, por el contrario, la facultad de entregarse por completo a la vida del instinto, a los apetitos sensuales y de dirigir todo su afán a la obtención de placeres del momento. Uno de los caminos acaba en el santo, en el mártir del espíritu, en la propia renunciación y sacrificio por amor a Dios. El otro camino acaba en el libertino, en el mártir de los instintos, en el propio sacrificio en aras de la descomposición y el aniquilamiento. Ahora bien, el burgués trata de vivir en un término medio confortable entre ambas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de entregarse ni a la embriaguez ni al ascetismo, nunca será mártir ni consentirá en su aniquilamiento. Al contrario, su ideal no es sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la santidad ni a lo contrario; la incondicionalidad le es insoportable; sí quiere servir a Dios, pero también a los placeres del mundo; sí quiere ser virtuoso, pero al mismo tiempo pasarlo en la tierra un poquito bien y con comodidad. En resumen, trata de colocarse en el centro, entre los extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas tempestades ni tormentas, y esto lo consigue, desde luego, aun a costa de aquella intensidad de vida y de sensaciones que proporciona una existencia enfocada hacia lo incondicional y extremo. Intensivamente no se puede vivir más que a costa del yo. Pero el burgués no estima nada tanto como al yo (claro que un yo desarrollado sólo rudimentariamente). A costa de la intensidad alcanza seguridad y conservación; en vez de posesión de Dios, no cosecha sino tranquilidad de conciencia; en lugar de placer, bienestar; en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una temperatura agradable. El burgués es consiguientemente por naturaleza una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el sistema de votación.



Esta claro el punto al que Hesse nos invita a reflexionar. Vivimos escondiéndonos de nuestras responsabilidades individuales. Esta más que claro que uno no se puede hacer cargo de la culpa de todo, pero si de su propia culpa. Hoy ni siquiera eso. Insisto: votamos cada cuatro años pensando que en eso consiste la democracia.

Como periodista deportivo escucho una vez por año la misma frase “El secreto de haber salido campeón es haber jugado en equipo”. Esta frase es tan repetida como campeones existen.

La analogía entre la sociedad y el deporte es infinitamente más compleja, la dinámica de la sociedad, con todas las miserias humanas a cuesta, vuelve más dificultoso los logros grupales.

De todos modos sirve de reflexión. La democracia continúa mañana lunes, y el martes, y el miércoles y cada día de nuestras vidas. La hacemos escuchando, prestando atención, debatiendo, apoyando y criticando. Siempre participando de cada decisión. De lo contrario pensaremos que la culpa siempre es de los otros, generando dinastías y feudos, y diciendo que hoy es una fiesta de la democracia cuando en realidad es sólo un acto eleccionario.

Pablo Tosal
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